Comportamiento de las tortugas baulas: ¿quedarse cerca de casa o cruzar el océano?
Medio
siglo
De acuarista a inventor estrella
Naos
Texto por Leila Nilipour
Lo que empezó como un trabajo estudiantil de verano, se convirtió en la vocación de vida de Aníbal Velarde. Más de cincuenta años después, aún labora en el Smithsonian.
Antes de que el reloj marque las tres de la mañana, Aníbal Velarde ya se está preparando su café y un emparedado para el desayuno. Le gusta salir de casa cuando aún está oscuro y enfrentarse a la calma de la madrugada, durante su trayecto desde Juan Díaz hasta Amador. Alrededor de las cuatro y media, ya está empezando su jornada en los Laboratorios Marinos del lnstituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales (STRI) en isla Naos. Un horario que él mismo se asignó.
Esta es su segunda casa, desde el año 67, cuando era estudiante de biología y lo contrataron para atender los acuarios. Le entusiasmaba el mundo marino. Durante su infancia, en Veraguas, zarpó frecuentemente de Puerto Mutis, en la lancha de sus tíos, que lo llevaban a pescar.
Aníbal es menudo, trigueño, de ojos claros. Le cuelga un manojo de llaves del chicote de sus jeans. Con ellas pareciera ser capaz de abrir todas las puertas del edificio. Para la entrevista, se ubica mentalmente varias décadas en el pasado. “Aquí solía quedar un taller”, recuerda mientras recorre los pasillos. “Por acá pasaba el tren”, dice, señalando hacia el piso, donde aún se marcan los rieles. Bajo el brazo carga una carpeta. Apenas la abre, aparecen decenas de fotos en blanco y negro y su currículum.
Allí dice que nació en 1944. El documento refleja su recorrido por STRI a lo largo de medio siglo. Y las imágenes que trae en la carpeta retratan los días que recuerda con el mayor cariño: cuando apoyaba a los científicos Peter Glynn y Ira Rubinoff en sus proyectos. En ellas se le ve buceando mientras toma notas submarinas, sentado en un barco con un enorme tiburón a sus pies y hasta colocándole un arnés a una culebra marina. Ese fue uno de sus primeros inventos, diseñados para facilitar el trabajo científico.
“Hacíamos estudios de la culebra de mar venenosa de Panamá, la Pelamis platurus”, cuenta Aníbal, sobre sus años con el Dr. Rubinoff. “Yo le fabricaba un arnés hecho con un material que flota, para colocárselo en la pancita y ponerle un transmisor pequeño sin pegárselo directamente a ella”.
Su trabajo, junto a Peter Glynn, también lo llevó a bucear hasta en los mares de Omán. El sultanato los mandó a llamar para solucionar un problema que tenían con la estrella de mar conocida como ‘corona de espinas’. Además del golfo de Omán, la especie también habita los mares de Chiriquí y se alimenta principalmente de corales. En el caso del país árabe, estaba acabando con los arrecifes.
“Quedaron bastante satisfechos con el estudio”, dice, sonriente. “Se trabajaba duro, pero los resultados eran positivos. Al final de todo, esa era la misión.”
Desde pequeño fue inquieto, admite Aníbal. Para probarlo, muestra un dedo que tiene mocho. Se voló la punta a los ocho años, en la finca de su abuelo, jugando con un molino para extraer el jugo de la caña de azúcar. Esa inquietud y su ingenio lo llevaron a desarrollar diversas soluciones estructurales para los desafíos científicos que se iba encontrando en el camino. Una de ellas le mereció un reconocimiento en Washington.
“Aquí bromean que por qué no me pusieron el título de ‘ingeniero científico”, dice.
Su invento insignia se encuentra en uso, en un área abierta de los Laboratorios Marinos de Naos. Es una estructura giratoria hecha a base de PVC, sumergida casi totalmente en un tanque con agua. Con burbujas de aire que surgen del fondo del tanque y un chorro de agua que cae de arriba, la estructura da vueltas como una noria. Adentro tiene unas botellas rellenas con agua de mar y larvas. El movimiento giratorio simula lo que ocurriría en su entorno natural, el vaivén de las corrientes marinas u olas, y asegura que las larvas se mantengan vivas durante el experimento.
“Hay que simular que estuvieran en el mar y yo diseñé este sistema sin electricidad, utilizando lo que ya se tenía, las burbujas de aire y el agua que vienen del muelle”, explica. “Como tiene agua de mar, queríamos evitar manejarlo con electricidad porque es peligroso”.
En el 2000, Aníbal decidió jubilarse. Entrenó a su reemplazo y se marchó de su primer y único trabajo. Cinco años después, lo llamaron para que regresara. Solo se quedaría por seis meses, pero ya han pasado catorce años.
Y aunque le llena de orgullo haber trabajado en el Smithsonian, porque considera que aportó su granito de arena para tratar de mejorar el mundo, planea volver a jubilarse pronto, mientras aún tenga salud.
“Me siento bien, estoy en condiciones y tengo ánimo para hacer las cosas que aún quiero hacer”, confiesa. “Por ejemplo, turismo interno con mi señora: irnos a Las Tablas, quedarnos en un hotel, caminar por allí, preguntarle cosas a la gente y comprar souvenirs”.
Esta noticia se alinea con los
Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.